Tironeada por la frontera con el Paraguay, Clorinda tiene nombre que suena a mujer. Segunda ciudad más importante de Formosa. Provincia pico de la pobreza y el feudalismo en la Argentina. En el PAMI de Clorinda vienen olvidando a una docena de viejos.
Los traen subrepticios. Fatigosos. Lidiando con bastones y rótulas herrumbradas. Los cruzan del Paraguay y los dejan en la sala. Con un bolsito de ropa y aspirinas. Con una gorra de lana y una chalina verde tejida a mano. Sus hijos, sus nietos, los llevan.
Pesadamente suben el escaloncito del umbral. E irrumpen a la zona sombría del abandono. Si llegan muy temprano y la oficina está cerrada, los dejan en la puerta. Cobran pensión en la Argentina y sus familias “no pueden mantenerlos”. El sol les cae por los huesos pero al alma no llega. A los 90 años, piden ayuda para comer y un lugar para dormir. Y no recuerdan la dirección donde vivieron.
En extinción
José tiene 12. No lee ni escribe de corrido. Y si se lo apura, no lee ni escribe. Lo encontraron en una zona rural de Orán, trabajando en el desmonte. A mano y cuchillo, doce horas por día. Vivía en el monte –o en lo que queda- en una choza armada con retazos de plástico y ramas de árboles. Con el resto del obreraje, dormía en la tierra. La misma tierra que era su mesa y su baño. La comida, escasa, llegaba una vez por mes. Se la descontaban a su padre de un salario que al final no aparecía. José es como un tapir. Esquivo y asustadizo. Un niño. En extinción.
Nochemala
La Navidad suele ser melancólica en los calabozos. Esa noche mala de 2008 en la comisaría 20 de Orán doce muchachos de 17 años estaban solos con la profunda soledad del encierro. El agente y el cabo pasarían su propia noche lo más buena posible en la oficina de calle. Pero comenzaron a beber temprano. Muy temprano. Y se acercaron al calabozo. Alcohol. Cigarrillos. Tos y ojos dilatados. Destino desgraciado, nochebuena de calabozo, maldita policía salteña, el estómago que sube hasta la garganta, el insulto, el golpe, el fuego. Seis chicos murieron calcinados aferrados a la reja, soñando con ser humo y trepar a las nubes y que la noche sea buena una vez, sólo una vez en la vida. (Apenas a cuatro años fueron condenados dos policías en noviembre de 2012. Todos están en libertad)
Castigo
Venía con su madre de Santa Cruz de la Sierra. Tiene diez años y los ojos bolivianos, como dos líneas gruesas y renegridas. Cuando pidió algo para comer lo vieron. En la terminal de General Guemes los niños suelen andar sueltos. Pero él estaba solo en el mundo. Y lloraba.
Dijo que su madre le había dado 20 pesos para un sandwich y se había tomado un colectivo para Río Negro. Juan Cáceres -se llama- dijo no conocer a otros familiares, no saber quién es su padre, no haber ido jamás a la escuela y no saber leer ni escribir.
Se lo llevó la policía de la terminal de Guemes. Y lo dejó a cargo de la Justicia de Menores. Las instituciones lo castigarán por las dudas. Lo encerrarán, le buscarán a su madre, lo darán en adopción, lo devolverán un par de veces. Tan solo como en la terminal de Guemes.
Vivos
“Cuidá a tus hermanitos”, le dijo. Su mamá se llama Mayra, tiene 25 años y tres hijos solita. Como en casa no hay agua, salió a pedir. Agustín tiene apenas 5 y quedó a cargo de Benja, de 3 y Mayra (como mamá) de un año. El fueguito había quedado encendido para cuando llegara la olla con el agua. La casilla es chica y endeble. Armada con maderas. Una chispa que escapó y un fuego famélico empezó a devorárselo todo. Agustín le dijo a Benja que corriera. Y entró a la casita para alzar a Mayra que ya lloraba. Cuando llegó su madre todo era una llamarada. Ella se apretó la cabeza, cerró los ojos y dio un grito.
Sintió el tironeo en los pantalones y se dio vuelta. Agustín venía de la mano de Benja y sostenía a Mayra, que tenía los ojos rojos pero ya sonreía. Se sentó en la tierra seca de San Ramón de la Nueva Orán y la mojó con su lluvia salada. Apretó a sus hijos y se rio fuerte. No tenían nada. Nada. Pero estaban vivos. Y ésa era su revolución.
Hambre
Jorge tenía 23 años y estaba muerto de hambre. Entró en la casa de golosinas donde las fotos provocan anegamientos de deseo en la boca y pidió comida. “Lo de Yesica”, se llama. En Santa Catalina al 9500 de Posadas. No hay, le dijeron. El miró la imagen de un alfajor partido en dos y el dulce de leche, sensualmente, se derramaba. Sacó un cuchillo y pidió una caja de ésos. Se la dieron y se fue. Cuando lo atrapó la policía tenía en un bolsillo el cuchillo y dentro de la campera la caja de alfajores. Lo pusieron “a disposición de la Justicia”. Nunca antes la Justicia lo había mirado, ni siquiera de soslayo.
La cara de Abelardo
La cara de Abelardo parece un mapa de 500 años. Tiene las marcas de la persecución, el morado del saqueo, las cicatrices de los siglos. Es hijo de Félix Díaz, el carashi de la comunidad Potae Napocna Navogoh. Vive en la comunidad qom La Primavera, confinado a un rincón yermo de Formosa. Saqueados por Gildo Insfran como en la invasión española. Abelardo tiene 21 años y fue atacado por una patota. Brutalmente golpeado. Eran treinta contra Abelardo y su amigo Carlos Sosa. “No nos van a quebrar”, dijo Félix Díaz. El feudo formoseño no tolera la resistencia minúscula de los que nunca se dejaron vencer. En 500 años. Habla por su boca y por la boca de todos los medios provinciales que son también su boca. Y dice que fue una pelea de borrachos.
También dijeron que estaba borracho Juan Daniel Díaz Asijak, de 16 años, sobrino de Félix Díaz. Murió después de que lo atropellaran en su moto y lo abandonaran en la tierra.
Nada dijeron cuando en el corte de la ruta 86 mataron a tiros a Roberto López. Al otro día lo atropellaron a Mario López: era un policía que evitó que el pilagá fuera a una marcha en solidaridad con La Primavera.
Hace ocho meses Abelardo sufrió el ataque de una patota. Fue el primero. Dos meses después una camioneta se fue encima del propio Félix Díaz. Las piedras le cortaron la frente y el golpe le dejó flojos los huesos de brazos y piernas. La camioneta se fue.
Lila Coyipé, de 10 meses, y su abuela Celestina Jara, de 49 años, murieron atropelladas por un gendarme. Ricardo Coyipé, único sobreviviente, lo vio venir. “Lo hizo a propósito”. Para el feudo son todos accidentes de tránsito. Por borrachera o insensatez.
En Laguna Blanca, una patota golpeó a Omar Avalos, de la comunidad La Primavera. Avalos dijo que lo acusaban –a él y a su esposa, que miraba aterrada- de ser opositores a Insfran.
Mártires López, dirigente qom de la Unión Campesina de Chaco murió en un accidente que no fue un accidente. Yonatan Medrano de 16 fue apuñalado por tres personas cuando volvía a su casa en El Colchón, Villa Bermejito, Chaco. Alberto Galván, miembro de la comunidad qom de El Colchón fue baleado y tirado al río. Imer Ibercio Flores, de 12 años, fue asesinado a golpes en una fiesta en Villa Bermejito.
Todos son accidentes, borracheras o riñas. Todos son qom, resistentes por siglos. Con el pecho ante la bala de la historia.
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