Las recientes declaraciones de Bill Gates no le agradaron a una buena parte del país. Dijo que no se debería dar ningún tipo de apoyo económico al Perú porque ya no es un país pobre. La fundación Bill Gates y otras que auspicia desde Seattle (en el estado de Washington), tienen compromisos con organizaciones que trabajan en el mundo protegiendo desplazados, enfermos, hambrientos y otros temas de impacto social. Si nos ponemos en sus zapatos, con un poco de empatía, diríamos también que no es necesario apoyar a un país cuyas cifras económicas son la envidia en el mundo entero. Nos alegra nuestro crecimiento económico y nos jactamos de ello, por más que en el país persista la pobreza extrema, falta de oportunidades y males sociales que sobreviven dentro de nuestra muy sui generis bonanza económica. Tendríamos que poner la cara de caradura ante los organismos internacionales cuando solicitamos algún tipo de cooperación para alguna causa social.
Willy Pinto, el genial profesor de San Marcos, decía en los tiempos de las privatizaciones en los noventa, que el comportamiento de nuestra clase empresarial permitió que una buena parte de esas empresas llegaran a las manos de los extranjeros porque no quisieron arriesgar su capital, porque no tenían fe a su país. Y ese es el quid del asunto. Deberíamos resolver nuestros problemas con nuestros recursos. Los gobiernos regionales y locales tienen dinero suficiente para promover bienestar y riqueza local con algunas obras que promuevan desarrollo económico. Pero esos recursos se malgastan, se licuan en planillas, gastos administrativos, viáticos y mil tonterías más. Además la pobreza es más que una percepción, es una realidad mayor cuando la riqueza de unos sobresale de manera escandalosa entre tantos desiguales. Es importante también que las empresas privadas inviertan más en las causas sociales para legitimar su riqueza y hacer del Perú una sociedad próspera y orgullosa.
Nuestro espíritu pedigüeño persiste. Incluso ricos creemos que tenemos derecho a pedir porque sufrimos del síndrome de la pobreza. Aún en la pobreza el pedir nos quita algo de dignidad. La injusta distribución de la riqueza permite que los pobres sigan siendo pobres por más que las cifras macroeconómicas que ostenta el país, las que lee Bill Gates, digan lo contrario. Deberíamos exigirles a los que producen y manejan las riquezas del país un poco más de sentido histórico y responsabilidad con el país. No se puede vivir en abundancia en medio de los menesterosos y de tantas tragedias.
Manuel A. Gago
Willy Pinto, el genial profesor de San Marcos, decía en los tiempos de las privatizaciones en los noventa, que el comportamiento de nuestra clase empresarial permitió que una buena parte de esas empresas llegaran a las manos de los extranjeros porque no quisieron arriesgar su capital, porque no tenían fe a su país. Y ese es el quid del asunto. Deberíamos resolver nuestros problemas con nuestros recursos. Los gobiernos regionales y locales tienen dinero suficiente para promover bienestar y riqueza local con algunas obras que promuevan desarrollo económico. Pero esos recursos se malgastan, se licuan en planillas, gastos administrativos, viáticos y mil tonterías más. Además la pobreza es más que una percepción, es una realidad mayor cuando la riqueza de unos sobresale de manera escandalosa entre tantos desiguales. Es importante también que las empresas privadas inviertan más en las causas sociales para legitimar su riqueza y hacer del Perú una sociedad próspera y orgullosa.
Nuestro espíritu pedigüeño persiste. Incluso ricos creemos que tenemos derecho a pedir porque sufrimos del síndrome de la pobreza. Aún en la pobreza el pedir nos quita algo de dignidad. La injusta distribución de la riqueza permite que los pobres sigan siendo pobres por más que las cifras macroeconómicas que ostenta el país, las que lee Bill Gates, digan lo contrario. Deberíamos exigirles a los que producen y manejan las riquezas del país un poco más de sentido histórico y responsabilidad con el país. No se puede vivir en abundancia en medio de los menesterosos y de tantas tragedias.
Manuel A. Gago
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