miércoles, 12 de septiembre de 2012

La captura del cabecilla




El 12 de setiembre de 1992 el Perú se paralizó. Abimael Guzmán había sido capturado. El presidente Gonzalo, como le decían sus seguidores, hasta entonces era casi un mito o leyenda, inubicable y su captura improbable. Ese día comenzó el final de todo eso; del “equilibrio estratégico”, “el partido tiene oídos en todos lados”, los paros armados, juicios populares, coches bomba y tanta violencia que los peruanos tuvimos que soportar por tantos años. Se acabó el engaño ese del poder nace del fusil y la guerra popular del campo a la ciudad a los que sus pregoneros nos tenían acostumbrados. No hubo ni estudiantes ni obreros ni campesinos organizados dispuestos a destruir, lo que ellos decían, un estado caduco para instaurar uno comunista. Lo que si hubo fue sicarios, jóvenes engañados, intelectuales frustrados, pitucos hartos de su indolencia familiar y narcotraficantes empujando la destrucción de la sociedad, de sus líderes y de los sistemas productivos. El terror que desataron apuntaba al colapso del sistema para dar el gran salto en Lima, tomar el Palacio de Gobierno e instaurar un régimen comunista peor al de Camboya.

Secuestraron a los asháninkas, tomaron a sus mujeres para asegurarse la continuidad de su proyecto terrorista, utilizaron a sus niños como carne de cañón. En las universidades mataron a la vista de todos. Tomaron las calles en las noches y utilizaron a inocentes peatones para hacer pintas alusivas a su causa. Secuestraron y pidieron cupos. Detenían autobuses en la carretera y asesinaron a mansalva a policías y militares. Tomaban las radios para emitir sus mensajes y arengas. Sus juicios populares permitieron actos de venganza entre pobladores. Amenazaron a los jueces para liberar a los capturados por la policía. Se infiltraron en el ejército y los oficiales tuvieron que convivir con su tropa en las barracas para evitar que algún soldado los ejecutara en medio del enfrentamiento. Los policías se atrincheraban en sus cuarteles antes del atardecer. Las calles y carreteras quedaban a merced de los terrucos. Banderas rojas aparecían en los poblados indicándonos su presencia. Comisarías fueron asaltadas y muertos sus policías. Autoridades, maestros y gente de izquierda que se oponía a los métodos violentos fueron ajusticiados según ellos. Caos y sangre que parecía nunca acabaría por la ineptitud de los gobernantes hasta ese día.          

El rostro de Guzmán nos atrapó a todos. Al verlo se mezclaron lágrimas de alegría y dolor. Al instante llegaron los recuerdos de amigos, vecinos y familiares asesinados por Sendero Luminoso, el grupo terrorista que organizó y dirigió Abimael Guzmán, el más cruel de los delincuentes. Veinte años después vuelven no tan agazapados, detrás de unos jovencitos, con la anuencia de sus cómplices políticos, que tienen nombre y apellido, para contarnos historias diferentes como si no tuviéramos memoria.

                                                                                               Manuel A. Gago                      


 

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